Había una vez un roble que crecía al borde de la ladera. Era viejo, pues
trescientos sesenta y cinco años llevaban sus raíces enterradas en esas
tierras. Casi cuatro siglos asomado al borde del risco, como un faro
que buscaban los marinos cuando se acercaban a tierra. Sin embargo, los
robles miden el tiempo de forma diferente a los humanos, y mientras
nosotros dormimos y soñamos cada noche, para ellos el periodo de sueño
es todo el invierno.
Había también en aquel paraje cercano al mar, una pequeña mariposa
que nació por la mañana. Volaba entre las flores y las hierbas próximas
al roble cuando éste se dirigió a ella: - ¡Pobre mariposa! - Le dijo -
Apenas un día de vida y morirás, es muy breve tu existencia. - ¿Breve? -
respondió ella, orgullosa - tengo infinidad de momentos agradables en
lo que tú llamas corta vida.
- Más bien creo, - continuó la mariposa - que son tus momentos los
que resultan prolongados: tres estaciones de vigilia y un invierno de
sueño se me antojan larguísimos. Despiertas en primavera, disfrutas del
verano, te acuestas a dormir en otoño, y pasas toda una estación
durmiendo. Tu tiempo es tan largo que ni siquiera puedo calcularlo, pero
creo que nuestros momentos son igualmente intensos.
Sin embargo el roble no podía evitar sentir lástima por los
insectos, los humanos y en general, todas aquellas criaturas que tenían
un período de vida menor que el suyo y a los que veía apagarse mientras
él, invariable, seguía asomado al precipicio. Llegó el invierno y el
árbol, ya despojado de sus vestidos, las hojas que los vientos del otoño
se llevaron, se dispuso a dormir.
- ¡Duerme! - le decían los primeros hielos de la noche. - ¡Sueña! -
se despedían los pájaros - Nos veremos de nuevo en primavera. - ¡Duerme!
- susurraba la escarcha - Traeré una sábana de blanca nieve para cubrir
tus ramas. Duerme, y te despertará el sol de la primavera. - ¡Sueña! -
Decían los vientos entre sus ramas desnudas - Y que tengas dulces
sueños.
Y el viejo roble durmió y soñó, recordando episodios de su larga
vida. Recordaba su cuna, una bellota. Y sus primeras ramas, ansiosas por
crecer altas para acercarse más al sol, para recoger la energía de la
vida. Sus incipientes raíces, buscando sustento y apoyo en lo más
profundo de la tierra. Hacía ya casi cuatro siglos de aquello.
Soñó también con todos aquellos que, en un momento u otro de su
dilatada vida habían compartido aquel risco con él: parejas de
enamorados que buscaban la sombra de su follaje para compartir secretos a
media voz o alabarderos que aprovechaban un momento de descanso en la
batalla para descansar apoyados en su tronco o incluso encender una
hoguera para calentar las viandas y reponer fuerzas.
Soñó con los pequeños insectos, con las delicadas florecitas que le
acompañaban apenas un día, para después desaparecer, dejando sólo el
recuerdo... Y sintió una luz cegadora y brillante, una nueva savia que
corría por su tronco hasta alcanzar las ramas más frágiles. Escuchaba de
fondo el tañir de campañas que anunciaban la Navidad, y supo que, de
alguna manera, la realidad se había mezclado con sus sueños.
- Desearía que todos ellos, todos los que conocí, los que me
acompañaron y los que pasaron por aquí para luego emprender su camino
hacia lugares lejanos,... desearía compartir con ellos esta grata
sensación. - Estamos aquí - Decían los pájaros en su sueño - ¡Ya hemos
llegado! - le anunciaban las pequeñas flores. - ¡Hemos venido! - Decían
los humanos a los que había conocido.
Al día siguiente, una gran muchedumbre se agolpaba en torno al viejo
roble: la tempestad de la noche anterior había arrancado las raíces del
árbol, que ahora yacía tumbado. Algunos de los congregados no pudieron
evitar verter unas lágrimas, pues el roble les había guiado hasta la
costa en más de una ocasión. Pero aquel sueño glorioso fue en realidad
el último sueño del viejo roble.
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